25 DE FEBRERO DEL 2015 8:43:13 CDT
DIARIO DE LA JUVENTUD CUBANA
EDICIÓN DIGITAL
Intervención de Eusebio
Leal Spengler, Miembro del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y
Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular, en el acto por el
aniversario 120 del reinicio de la Guerra de Independencia y de condecoración a
los Cinco Héroes, en el Palacio de Convenciones, el 24 de febrero de 2015, “Año
57 de la Revolución
Eusebio Leal Spengler |
25 de Febrero del 2015 2:36:53 CDT
(Versiones Taquigráficas - Consejo de
Estado)
Querido General Presidente Raúl
Castro Ruz;
Queridos compañeros Gerardo, Antonio,
Ramón, Fernando y René;
Queridos compañeras y compañeros;
Cubanas y cubanos:
Un día como hoy, como se ha dicho,
hace 120 años comenzó el levantamiento del pueblo cubano para alcanzar su
definitiva y total independencia. El amor a esa libertad, a esa
soberanía, a esa esperanza, se inició mucho tiempo atrás, quizás desde el
instante mismo en que empezó a formarse lo que llamamos comúnmente la
identidad. Los que llegaron de distintas latitudes de Europa, ya de la España
conquistadora o del África, o los vestigios de las comunidades indígenas, en
trance de extinción pero sobrevivientes, unieron sus sangres para formar algo
que José Martí llamaría en palabras emotivas “dulcísimo misterio”.
El concepto de cubano viene del
nombre de nuestra isla, Cuba. Nunca pudo ser cambiado, prevaleció por
sobre el intento de darle otros nombres, otras atribuciones. El nombre,
sonoro y breve, quedó prendido en el corazón de los que lo escucharon por vez
primera. Más allá del mar azul del Caribe, que se descubre desde la
orilla de nuestras playas o desde el aire, Cuba aparece con la forma tan
hermosa con que a las puertas del golfo de México establece la isla su
presencia y su naturaleza.
En realidad nunca nos llamamos
isleños, a pesar de que no es una, sino muchas islas las que conforman nuestra
realidad. En el seno de ellas fueron surgiendo, a lo largo de los años,
percepciones donde todo lo anterior que traía el conquistador o el conquistado
como memoria fue cediendo lugar a algo diferente, que surgió en la manera de
construir, que siendo igual o pareciéndolo era distinta. Surgió en el
horizonte de la poesía, del canto campesino, de la voz de los poetas de más
vuelo. Surgió también, tempranamente, en el pensamiento de los más
inquietos, entre los que comenzaron a llamarse criollos.
Entonces éramos solamente un
país. El país es un espacio. La patria comenzó a ser un sueño, una
aspiración, y la nación, un derecho por el que había que luchar, una nación con
leyes, una nación que sería depositaria y respetuosa de su propia cultura, una
nación que sabría ir al futuro desde el pasado.
Allá en su retiro, muy cerca de Cuba,
adonde quiso ir a morir ante la imposibilidad de llegar a ella, el presbítero
Félix Varela exclamaba: “No hay patria sin virtud ni virtud con
impiedad.” Pero, además, los últimos que le vieron afirman que les
dijo: “Ofrezco todos mis sufrimientos y sacrificios por Cuba.”
Ese mismo sentimiento llevó a
Heredia, en el padecimiento de su destierro, a sembrar en el alma cubana el
espíritu de una patria, y eso alentó a los primeros que se rebelaron y
encontraron que no había fronteras que cruzar más que el océano, que la lucha
en última instancia sería aquí; que contra el cepo, el látigo, la
discriminación, la humillación y la negación propia de la humanidad surgiría un
día de redención y de libertad.
José Martí, autor del intento y del
fundamento de la unidad de la nación cubana, creyó firmemente que no venía
nuestra América ni de Rousseau ni de Washington, venía de sí misma. Al
mismo tiempo, en la medida en que aun muy joven fue madurando su pensamiento,
se acercó más a esa sufriente raíz de los orígenes: a Guaicaipuro, a Hatuey, a
Guarina, a Caonabo, a todos los que enfrentaron el saber, como ha afirmado un
pensador latinoamericano, que un determinado día y en una determinada hora nos
habíamos enterado de que, primero, éramos indios; segundo, que nuestras
teologías y nuestras ideas del bien o del mal eran distintas; que debíamos
soberanía a un rey distante y que todo debía ser cambiado.
Sin embargo, más allá del dolor y el
sufrimiento de aquellas primeras comunidades, que soportaron la mordida de los
lebreles, el hierro de las cadenas y el fuego, como Hatuey, en Yara, donde vivía
por los siglos la tradición de que en tiempos de tribulación o de esperanza un
fuego misterioso se encendía en la noche iluminando el monte, Cuba fue
forjándose, fue haciéndose y fue, desde lo que Martí juzga “la inocencia
culpable” de un patriciado que, obteniendo su riqueza de la esclavitud, comenzó
sin embargo a darse cuenta de que ya sus hijos no necesariamente pensaban como
ellos, que necesitaban ardorosamente un cambio y que ese cambio pasaba por una
autentificación de su identidad.
Cada pueblo nombrado, o cada una de
las siete primeras ciudades, excepto tres, llevaron la impronta del lar
indígena. Así, Santa María del Puerto del Príncipe sobre el Camagüey, San
Salvador sobre el Bayamo, La Habana sobre las huellas de Habaguanex, y así
cada uno de los rincones y lugares repetían en la toponimia del suelo una
presencia más antigua que empezaba a convertirse ya solo en una
arqueología. O confundida con la sangre del conquistador dio a luz, como
ha señalado el que fuera ilustre diputado de nuestra Asamblea, Cintio Vitier,
el primer maestro, Miguel Velázquez que allá en Santiago de Cuba, donde tiene
un modesto monumento, hablaba de que era tierra dominada y como de
señorío. Un sentido de rebeldía antiguo vino desde abajo, y ese
sentimiento rebelde se fue convirtiendo en más fuerte en la medida en que la
esperanza de cualquier cambio político, fundado en la consideración del
conquistador sobre el conquistado, era prácticamente imposible.
A la sublevación de los esclavos que
primero llevaron los nombres de su lugar de origen: Juan Congo, Antonio
Carabalí, Miguel Fula; sucedió el apellido que en la pila recibieron de sus
amos: Morales, Armenteros, Cárdenas y así de esa gran cofusión y amalgama
indo-hispano-africana, fue surgiendo nuestra identidad orgullosamente mestiza
de la sangre y de la cultura.
Se hizo pronto realidad en la música,
como lo fue en la poesía; era diferente en el paisaje tan distinto a las áridas
pero hermosas tierras de Castilla, o la brumosa Galicia o Asturias, o las Islas
Canarias... era otra cosa. Y para los propios africanos la tierra tenía
sus misterios: ciertos árboles les recordaban los suyos, algunos que
consideraban sagrados fueron objeto de sus cultos. Y muy pronto fue
naciendo, lentamente, lentamente, lentamente, una aspiración que fue
convirtiendo el país en el sueño de una patria.
A los grandes precursores, a los que
murieron con la esperanza de construirla, debe Cuba todavía sentidos homenajes.
Y como decía hace unas horas un
juicioso historiador: la historia de nuestras luchas todavía, a pesar de todo
lo que está escrito, está por escribirse. Faltan muchas biografías,
muchos heroísmos, muchos silencios, muchas lágrimas que nadie enjugó que deben
ser cantadas por los poetas, como pedía José Martí a José Joaquín Palma, cuando
le decía a su ilustre amigo, biógrafo de Céspedes, bayamés de cuna:
“Lloren los trovadores republicanos sobre la cuna apuntalada de sus repúblicas
de gérmenes podridos; lloren los bardos de los pueblos viejos sobre los cetros
despedazados, los monumentos derruidos, la perdida virtud, el desaliento
aterrador: el delito de haber sabido ser esclavo, se paga siéndolo mucho tiempo
todavía.”
Y luego dirá: “Nosotros tenemos
héroes que eternizar, heroínas que enaltecer, admirables pujanzas que encomiar:
tenemos agraviada a la legión gloriosa de nuestros mártires que nos pide,
quejosa de nosotros, sus trenos y sus himnos.”
Y los que se anticiparon y se
conjuraron, estuvieron dispuestos a perderlo todo, a sacrificarlo todo.
Ya a principios del siglo XIX la
América parecía haber resuelto el problema y una inquietud profunda sacudía de
una u otra parte el continente. Valientes pensadores explicaron los derechos de
una América independiente, y algunos líderes se atrevieron a desafiar el poder
y a morir como Gual y España en una plaza de Caracas, siendo ejecutados antes
de que llegara la hora.
Exactamente en Cuba, en el silencio
de las logias, trabajaron “Frasquito” Agüero y otros para hacer un texto
constitucional de una república ideal, utópica y futura. Los años pasaron
y al parecer para muchos, unido a la trata esclavista, el destino de Cuba
pasaba necesariamente por ser una estrella más de la unión del sur de
Estados Unidos, algunos invocaban hasta la providencia divina para
asegurarlo. Sin embargo, otros creían todo lo contrario: Cuba no
debe esperar más que solidaridad; pero nuestro problema debemos resolverlo
nosotros mismos, y esa solución, invocada ya por Varela y enseñada por Luz en
su escuela, como educador y formador de una juventud rebelde, adquirió dimensión
en lo que él llamó “el sol del mundo moral” que caerían reyes e imperios, pero
que jamás caería del pecho humano.
Mucho debe Cuba a Luz, y Martí afirma
que lloró dos veces, por Luz y por Lincoln, dice, sin haber conocido a Luz ni a
Lincoln. Luego, del segundo, dice que supo, y aconsejado por un mal político y
por un mal hombre, quiso lanzar sobre Cuba toda la hez del Sur derrotado.
Sin embargo, venidos de allá de
América, donde habían presenciado el gran debate en el Sur y el Norte, no pocos
cubanos quisieron luchar también por la libertad de su patria. En Cuba el
movimiento de búsqueda de la anexión a la nación norteamericana se fue
debilitando en la medida en que el Sur iba siendo derrotado. Otros creían
que era posible un camino: reformas, reformas y solo reformas. La
aspiración a una concesión política, más que a una conquista política.
De esa ardua batalla entre dos
corrientes surgió una victoriosa que se empezó a manifestar en distintos puntos
del occidente, el centro y el oriente.
Ya en 1851, en una plaza de Camagüey,
Joaquín de Agüero era ejecutado. Se dice que un joven, un adolescente fue
llevado al dramático escenario de su ejecución y que mojó en su sangre su
pañuelo; sería el que algunos llamarían: Bayardo y otros El Mayor, el letrado,
el poderoso defensor de las ideas políticas y sociales, el que sería Mayor
General del Ejército Libertador y líder del pensamiento abolicionista en
Camagüey.
Mientras, en Oriente, más allá de
Jobabo se reunían una y otra vez, y así lo hicieron por penúltima vez en lo que
llamaron la Convención de Tirsán, en un lugar nombrado San Miguel del
Rompe. Allí se escuchó la voz del más inquieto, del hombre de pequeña
estatura, de grande y variado talento, abogado que había recorrido el mundo,
buen jinete, jugador, afortunado, amante del amor y los placeres de la vida,
pero dispuesto a renunciar a todo clamó por un levantamiento sin esperar más.
Otros con más riqueza, pero con no
menos determinación aspiraban a un nuevo período de zafra para reunir con qué
hacer la batalla definitiva, y sin embargo un juramento surgió de todos los
conjurados: Si esta conspiración es descubierta, el primero al que
intenten apresar, se levantará.
La madrugada del 9 al 10 de octubre
Céspedes, en el patio de su ingenio La Demajagua, con apenas 37 hombres, a la
vista del Golfo de Guacanayabo y contemplando en el horizonte la sierra
magnífica, se dirigió a aquellos compañeros suyos proclamando no solamente la
necesidad de luchar y arrebatar las armas del adversario, único camino posible,
sino lanzando un tizón encendido sobre una isla esclavista. Sus propios
esclavos serían libres y tendrían el derecho a luchar por su libertad y por su
patria.
El concepto de patria se había unido
a la ambición por una nación y en una fecha venturosa tomaron la primera de las
ciudades orientales. Esa primera ciudad fue Bayamo, que después entregaron a
las llamas en el momento en que todo parecía perdido. A las puertas de
las casas de los conjurados o de los jóvenes más comprometidos llegaron los
primeros guerrilleros solicitando pan y armas. En San Luis uno tocó a la
puerta de Marcos y de Mariana, la insigne Mariana —este año es el bicentenario
de su nacimiento—. Poderosa madre de una nación que en ese momento pone a
sus hijos de rodillas y les hace jurar, ante el Cristo que toma de la pared del
aposento, que lucharán hasta morir por su patria, juramento que se cumplió para
casi todos.
Años de lucha y de sacrificio.
Ninguna historia, ni española ni cubana, ha logrado hablar en toda su magnitud
de lo que sufrió la familia, el niño, la mujer cubana, el campesino
cubano. Peleábamos contra un ejército aguerrido y batallador, que venía
de vindicar sus querellas en la península, en las largas guerras carlistas y
ahora, en Cuba, por decenas de miles enfrentaban el levantamiento de los
cubanos. Ya habían surgido entre nosotros guerrilleros temibles.
Ante el temor de la toma inexorable de Bayamo, esperó con un puñado de hombres
escogidos, en un punto llamado las Ventas de Casanova, un guerrero dominicano acostumbrado
a combatir en la guerra de restauración de su propia patria y contra el invasor
extranjero; allí demostró que esa arma, usada hasta ahora para vindicaciones de
honor o cortar caña, sería la más importante en la lucha. Todavía se
conserva en un museo en la península, una carabina cortada de un solo golpe por
un machetazo fiero; tal fue el combate que duró segundos, que duró momentos, lo
que permitió dar cuenta al enemigo de que había nacido un adversario, hijo de
su sangre, que sería capaz de luchar por su libertad y alcanzarla.
Bayamo fue incendiada como una nueva
Numancia y eso les anunció el futuro y el destino. Ya en 1853, en una
humilde casa de la calle Paula, hijo de español y de española, había nacido
José Martí. En ese mismo año muere el Padre Varela, en San Agustín de la
Florida, y muere Domingo del Monte, en Barcelona, dos poderosos pensadores se
extinguen. Pero más me interesa el primero; el segundo, hombre de gusto,
literato, diseñador de vida social y pensador agudo. El primero, revolucionario
integral, que opta por la abolición de la esclavitud, por el reconocimiento de
la independencia americana, que se convierte en defensor de los pobres, que
publica su periódico y lo envía a Cuba.
Sus discípulos le lloraron, pero
nadie sabía entonces que en la propia pila bautismal en que había sido
bautizado José Julián, había sido también bautizado el Padre Varela. Cuando
desapareció uno, nació el otro.
Y ese joven llamado a un poderoso
destino es el que hoy evocamos, al conmemorar la hazaña de la unidad de la
nación que él hizo nacer de la desesperación por el fracaso del magno esfuerzo
después de tanto sacrificio; él, que leyó con amargura lo que ocurrió en los
Mangos de Baraguá y escribió al General Antonio que tenía ante sí una de las
páginas más hermosas de la historia de Cuba; él, que sintió como propio el
honor de todo el pueblo y las lágrimas de ese pueblo; él, que sufrió las
reconvenciones en su hogar; él, que llegó a tener una relación tan intensa y
profunda con un padre, que siendo soldado y español, alcanzó a entender, al
verlo herido y llagado, prisionero y enflaquecido, que su destino era otro,
quizás diseñado en su hermoso poema Abdala, cuando presenta el duelo entre el
yugo y la estrella y pide lo uno y lo otro, y está convencido, como afirma, de
que esa estrella ilumina y mata.
Exilio, Centroamérica, la América del
Sur, los cubanos dispersos, las acusaciones recíprocas, finalmente España, los
Estados Unidos. Allí vivió 14 años, y fue, como han afirmado sus
cronistas, el cubano que más entendió en su tiempo aquella nación. Admiró
las virtudes de Emerson, las del padre Flanagan. Admiró la obra colosal
de la construcción del puente de Brooklyn. Asistió puntualmente a las
conferencias de Oscar Wilde, a las exposiciones de teatro; enamorose candorosamente
de la hermosa bailarina española Charito Otero. Pero más que todo, se dio
cuenta del gran fenómeno que en aquella nación se forjaba y que, como había
afirmado Bolívar en un momento de extraordinaria lucidez, parece llamada por la
providencia a colmar a la América Latina de pobreza y miseria en nombre de
la libertad. Se dio cuenta de que si en 1868 nada pudieron esperar, de
que, a pesar de que allí siempre existieron, existen y existirán amigos
poderosos de Cuba, hubo una dicotomía entre el sentimiento de los amigos y la
voluntad de un Estado que siempre quiso de una manera manifiesta impedir la
realización de una independencia que creyó inoportuna. Creyó más bien en el
cumplimiento de una doctrina trazada por uno de sus políticos, que planteaba
que solamente extendiendo la mano en el momento de la madurez de la fruta, esta
caería sencillamente en sus palmas.
No obstante todo ello, pasó de ser el
orador de última fila, al primero. Cada acto del 10 de Octubre, cada
conmemoración cubana, el horroroso recuerdo del 27 de Noviembre, terrible
suceso que le sorprendió en España, vuelve todos los años a llevar al orador a
la tribuna y a unir lo que estaba desunido. Y de mil octavillas surgió un
periódico, Patria, y de mil discursos surgió una orientación política, y de mil
disposiciones y pequeñas organizaciones soñó con la creación de un partido
político para dirigir una guerra de liberación nacional, anticipándose al
concepto de que es imposible hacer una revolución sin una teoría
revolucionaria. Su teoría no era otra que nuestra historia, nuestro
sacrificio, nuestro esfuerzo. Éramos una nación en ciernes, de derecho, pero no
de hecho.
Llamado a poner empatía en la
discordia, unió a Gómez y a Maceo. Es inocultable que después del fracaso
de 1884 y del encontronazo de Nueva York, ya no había posibilidad de una
amistad fecunda para iniciar un nuevo proceso. Hoy diríamos: no hay
condiciones objetivas. Sin embargo, Maceo, en Costa Rica, preparaba a su
contingente. Preparaba Gómez, en la soledad de Montecristi, en República
Dominicana, o cuando antes se encontraron en la construcción del canal de Panamá
amigos dispuestos a ayudar, a dar amparo, a ofrecer techo y pan a los emigrados
que por todas partes soñaban y querían su patria. Y de esa forma surgió la
organización un 10 de abril, que es un día crítico en la historia de Cuba, el
día de la gloriosa Asamblea Constituyente de Guáimaro, donde nació la utopía
democrática del pueblo cubano; pero donde también se le puso plomo a las alas
de la revolución, donde se pensó que era posible hacer una república de leyes
cuando no éramos dueños más que del espacio que pisaban los campamentos y los
caballos de los libertadores. En medio de esa realidad, un 10 de abril hace
nacer su creación más completa: el partido político, un partido unitario
que convocaría al pueblo cubano a una guerra que él consideró inevitable y,
después, necesaria.
Inevitable, porque en sus
sentimientos nobles, generosos, en su íntima y profunda convicción él había
reclamado en su famoso Manifiesto a la República Española, que no le pediría lo
imposible, pero le pedía lo posible: los derechos conculcados de Cuba, la
representación de Cuba, el derecho de estudiar, de interpretar, de conocer que
éramos diferentes. Nada de esto fue escuchado, solamente muchos solidarios en
España y en otras partes del mundo creían en la causa de Cuba.
Ahora todo sería más difícil:
había un alto desarrollo de la tecnología militar, una situación nueva en el
continente americano, las repúblicas sufrían los padecimientos de sus propias
divisiones cuando habían dejado intactos trono y altar después del esfuerzo
inmenso de la primera batalla.
Recordaban aún las dolorosas palabras
de Bolívar en Santa Marta: “He arado en el mar”; la tristeza de San
Martín al regresar y encontrar su país dividido; la pena de O’Higgins al morir
en Lima, apartado de su tierra amada; el dolor tremendo de Francisco de Morazán
al verse capturado y ejecutado por sus propios compañeros, y aún pesaba aquella
maldición casi bíblica que había lanzado Miranda, cuando el gran precursor al
ser entregado prisionero a las puertas de una nave española, que lo llevará a una
prisión perpetua y definitiva, al reconocer los que cometen aquel parricidio,
responde: “Bochinche y solo bochinche es lo que saben hacer ustedes”.
Por sobre toda esa historia se
levantó Martí, era vasta y grande su cultura como ha señalado uno de sus
biógrafos, subía y bajaba escaleras como quien no tenía pulmones, su voz era
clara y nítida, su poder de convencimiento grande. Era, al mismo tiempo,
un escritor incansable, cuya hermosa letra inicial se había transformado
prácticamente en líneas inteligibles solo para los paleógrafos. Faltaba tiempo,
le faltaba tiempo.
Cuando todo estuvo preparado y
dispuesto, cuando creyó que todo estaba organizado, cuando había logrado
visitar a Mariana Grajales en Jamaica, que ya ciega le acaricia la cabeza y
prácticamente con este gesto noble y de rodillas envía un abrazo fraterno al
hijo que tanto amaba, a la madre que nunca pudo ver su patria libre; cuando ya
separado de todo bien personal, lejos su esposa, apartado de su hijo, muerto su
padre, dispersos sus amigos, se le vio pobre en Estados Unidos, trabajando
en el invierno ganando el pan, fundando la Liga para educar a los negros
cubanos, que bajo la orientación de Rafael Serra se reunían y le llamaban, con
cariño y con devoción, Maestro y Apóstol. ¡Qué torpeza tratar de
despojarlo de un título tan importante, Apóstol: el que lleva la palabra,
el que trasmite un mensaje nuevo y ese fue su mensaje!
Cuando en el puerto de Fernandina se
perdieron las naves creyó enloquecer, pero transformándose de José Martí en
Orestes, que fue siempre el seudónimo de sus escritos y su seudónimo político,
viajó de inmediato a la República Dominicana para buscar al general Gómez en
Montecristi, en aquella casa donde en breves días, el 25 de marzo, se cumplirán
también 120 años de la firma del poderoso Manifiesto llamando a las armas al
pueblo cubano, a los españoles que nada debían de temer si respetaban la patria
que había de fundarse. Hubo discordias, no se lograba entender qué estaba
ocurriendo. Hoy es fácil para nosotros hacerlo a través de un teléfono,
de un mensaje; entonces solamente era el telégrafo con su lenguaje críptico el
que anunciaba que la hora había llegado.
Foto:
Calixto N. Llanes.
Maceo había estado años antes en Cuba
y conocía el estado político del país, y en este momento, vacilaba en poder
salir hacia Cuba, porque no sabía qué estaba pasando en Estados Unidos y
el dinero que se ofrecía para fletar una nave y llegar sanos y salvos no
aparecía.
Gómez estaba igualmente pobre en
Santo Domingo, apenas unos centavos para poder tomar esa determinación, y otros
patriotas esperando en distintos lugares, y en Cuba mucha gente avisada en
Oriente, en el Occidente, en Matanzas. De pronto el General dio la orden:
“Es necesario el alzamiento”, y Martí no vaciló en enviar el telegrama, que su
amigo recoge en la estación de la Western Union en la calle Obispo, en
La Habana Vieja: “Giros agotados”, lo cual significaba que se había
agotado el tiempo. Era la noche del 24 de febrero; el Capitán General tenía la
convicción y las informaciones de que se tramaba realmente un movimiento.
Algunos dirigentes fueron capturados
en La Habana. Juan Gualberto Gómez, comprometido con su hermano y amigo
José Martí, se fue a Matanzas, a Ibarra, en busca del ingenio Vellocino de Oro
donde había nacido, para levantarse con un grupo de compañeros y cumplir su
palabra.
En Santiago, Guillermo Moncada quiso
morir cumpliendo su palabra, enfermo de tisis, pero en el campo de Cuba libre.
En Baire se levantaron, y en Bayate
se alzó también Bartolomé Masó, y todo el mundo esperaba solamente la llegada
de los líderes. Allá en España la conmoción fue grande, se había desmentido
la propaganda autonomista, se había desmentido la propaganda anticubana de que
todos eran sueños disparatados de un profeta enloquecido. Ahora solamente
faltaba el arribo.
En admirable disciplina y en
presencia de los generales y oficiales que estaban en Costa Rica, juraron
Antonio y Flor aceptar las condiciones de viajar en las que el segundo le
planteaba al primero, y así salieron hasta tomar la goleta Honor y arribar el
1ro. de abril a las costas de Cuba, en un punto del litoral baracoano:
“Soy yo, Antonio Maceo, que he vuelto”, gritó en lo alto del camino, mientras
fogoneaba con su arma a los guerrilleros de Baracoa. El 11 de abril, día
glorioso y memorable, en Playitas de Cajobabo desembarcaban Máximo Gómez y José
Martí.
Hace 20 años el Jefe de la Revolución
me pidió contar esta historia. Con profunda emoción y como se sube a
encender la llama en lo alto del cenotafio donde están los restos de los
caídos, traté de cumplir mi deber. Confieso que ha sido un gran honor aquel y
este que usted, General Presidente, hoy me ha conferido.
Pero algo más debo decir: El
hecho importante y trascendental es que entonces concluí mis palabras clamando
porque se levantaran de las tumbas los muertos gloriosos del 10 de Octubre y
del 24 de Febrero; clamé por los mártires, por las heroínas, por las cubanas
que bordaron banderas pidiéndoles atravesarnos en el camino de un enemigo y
adversario implacable que, todo parecía indicar, venía esta vez a cercenar de
forma definitiva, jugando con los azares de la historia, el destino de Cuba;
pero no fue posible.
Hoy, 20 años después, estamos aquí de
pie, en una coyuntura diferente. Nos hemos presentado con hidalguía bajo
los mismos mangos orientales, para enfrentarnos con el caballeroso adversario
que ofrece al menos detener por un tiempo la mano agresora y darnos la
oportunidad de discutir lo que lógicamente será necesario debatir bastante.
Ahora más que nunca hace falta la
unidad de la nación, ahora más que nunca la prenda más preciosa debe ser
conservada. La fortaleza que nos ha permitido llegar hasta aquí fue
aquella que vi esa otra noche de abril en Playitas de Cajobabo cuando,
convocados por el líder de la Revolución, llegamos a aquella hora oscura de la
noche a la orilla de la playa. Él llevaba la bandera cubana en el asta
que le trajo uno de sus ayudantes, y entonces, entrando en el agua a la altura
prácticamente del tobillo, se abrió de pronto en el cielo la luna blanca y
movió la bandera de Cuba hacia el Sur, hacia el Norte, hacia el Este y hacia el
Oeste, diciendo: ¡Aquí estamos!
Y aquí estamos hoy, ¡oh, patria
amada!, ¡oh, bandera dulce, por la cual tantos lucharon! No importa que
tú, Maestro generoso, te hayas ido tan pronto, aquel 19 de mayo, tuviste una
profunda convicción, convicción profunda: “Yo sé desaparecer, pero mis
ideas prevalecerán.”
Y esas ideas han prevalecido.
Fueron las ideas que se defendieron en el proceso histórico del Moncada.
Fueron las que conquistaron a los muchachos que se reunían en la calle de Prado
para escuchar la voz de aquel joven que había irrumpido en la universidad como
un torbellino, y de quien me dijo una de sus hermanas: un día volvió a la
casa y papá ya lo sabía: “Vienes a buscar al chiquito”. El chiquito está
aquí con nosotros, y el grande está con nosotros todavía.