El pasado 17 de diciembre ocurrió un acontecimiento que merece seguir suscitando irrestricta celebración: regresaron a la patria los tres luchadores antiterroristas cubanos que aún permanecían injustamente presos en cárceles de los Estados Unidos. ¡Ya están en casa Los Cinco! Y también en la misma fecha se produjo un anuncio que, si se quiere entender rectamente su significado, demanda poner en tensión lo más lúcido del pensamiento. El entusiasmo ante la proclamación de algo extraordinario, en gran medida inesperado, no debe servir para que caigan velos sobre la realidad.
Tres días después de los discursos simultáneos, en La Habana y en Washington, de los respectivos presidentes de Cuba y los Estados Unidos, dio indicios de necesaria preocupación en ese sentido el acto de graduación celebrado en un centro escolar habanero. No ha sido el único caso, pero cabe tomarlo como referencia, tratándose de un plantel importante en la formación de jóvenes para que realicen tareas técnicas, especialmente en el área de la bibliotecología. Ello habla de la influencia formadora que sus egresados y egresadas tendrán la ocasión y la responsabilidad de ejercer.
Lo primero que se oyó en el acto no fue la grabación del Himno Nacional, que, cuando se puso, estuvo lejos de ser unánimemente acogida con la adecuada actitud solemne. Antes llegó desde la presidencia una voz que, en representación del centro, con estas o muy parecidas palabras, y de seguro con buenas intenciones, apuntó entre otras cosas: este año “el día de san Lázaro tuvo un mediodía especialmente esperado”, se escogió para anunciar la normalización de relaciones entre nuestro país “y el vecino, así, sin apellidos”. Daba igual que hubiera dicho “sin adjetivos”, o usado otros términos para expresarse.
Lo que el pasado 17 de diciembre anunciaron los presidentes de Cuba y de los Estados Unidos fue el establecimiento, aún no formalizado, de relaciones diplomáticas entre ambos países. Esas relaciones no habría que restablecerlas si la nación norteña no las hubiera roto, como parte de una hostilidad que ha incluido agresiones armadas y sabotajes, para derrocar a una Revolución que se planteó alcanzar la soberanía nacional plena y, por tanto, erradicar la dominación neocolonial que se le había impuesto al país desde 1898, año de la conocida intervención con que la naciente potencia norteamericana frustró la independencia que el pueblo cubano había probado merecer en su lucha contra la Corona española.
Los años de una ruptura de vínculos diplomáticos no deben favorecer que la vuelta a ellos propicie ignorar que entre relaciones diplomáticas y paz, entre relaciones diplomáticas y respeto a la soberanía de cada nación, pueden mediar y de hecho a menudo median distancias mayúsculas. Basta observar con mínima atención lo que ocurre entre los Estados Unidos y países con los cuales esa nación tiene relaciones diplomáticas. Es, por ejemplo, el caso de Rusia, a la que, si de algo pudiera acusarse, no sería por cierto de estar planeando la creación de una nueva Internacional Comunista. O el de Venezuela, cuyos dignos rumbos bolivarianos están siendo también ahora mismo objeto de sanciones por parte del gobierno de los Estados Unidos, de conocida complicidad con la subversión interna que se afana en desestabilizar al país sudamericano para que nuevamente se entronice allí un régimen dócil a la oligarquía vernácula y, sobre todo, a los intereses imperiales.
Ni de Cuba ni del vecino del Norte puede hablarse apropiadamente sin pensar en los apellidos, adjetivos o epítetos que de hecho les corresponden. La primera es un país que se ha propuesto salvar su proyecto socialista y conservar su soberanía nacional, a la que solo podría renunciar si desertara del camino trazado, cuando menos, desde el 10 de octubre de 1868, abonado por la obra y el pensamiento de José Martí y calzado desde el poder revolucionario por la realidad instaurada a partir del 1 de enero de 1959, tras una nueva etapa de lucha heroica. Por su parte, los Estados Unidos son un poder al cual sería no menos que injusto y descortés retacearle el reconocimiento que se ha ganado como potencia imperialista, con todo lo que ello implica históricamente, hecho sobre hecho. Si vamos a llamarlos “el vecino”, para la nación cubana y para nuestra América en general sería suicida restar peso a la circunstancia de que no ha dejado de ser peligroso y de desdeñarnos.
No ha perdido ni un ápice de importancia, sino todo lo contrario, el llamamiento de Martí a conocer las razones ocultas del país que nos invite a unión, y no es ni siquiera eso lo que ofrece hoy a Cuba el gobierno de los Estados Unidos. No ha hecho más, ni menos, que reconocer un dato rotundo: el bloqueo y la hostilidad explícita no han dado el resultado que él aspiraba a conseguir con uno y con otra, y, por tanto, debe cambiar de táctica para lograr sus propósitos, que siguen siendo los mismos. Entre ellos figura que Cuba cambie de rumbo político y se desbarranque por otro en el cual le sea posible someterla a sus designios, como el camino que le fue impuesto de 1898 a 1958.
Entre lo que se le debe apreciar y reconocer a Barack Obama —presidente de la mayor potencia imperialista, no de una Sociedad Filantrópica Internacional—, figura la claridad con que se ha expresado. Si queremos, no digamos desfachatez, sino franqueza; pero no olvidemos que franqueza es el paradero verbal meliorativo adonde ha llegado la asociación conceptual con las prerrogativas de los francos para moverse a su antojo por los territorios galos bajo su dominación.
Suponer generosidad solidaria en el gobierno que —administración tras administración, incluida hasta ahora, por seis años ya, la actual— ha intentado asfixiar por hambre al pueblo cubano, sería un acto de grave ingenuidad, por lo menos. Obama ha dejado palmariamente expresadas sus intenciones, y, si alguien no lo hubiera apreciado así, solo tendría que echar una ojeada a las declaraciones programáticas con que, para no dejar sombra de dudas, la Casa Blanca ha complementado las palabras del mandatario. Tales declaraciones deberían publicarse en Cuba, para que nadie las ignore.
Hay que armarse de paciencia para oír que Cuba estará representada en la próxima Cumbre de las Américas porque el gobierno de los Estados Unidos lo desea para bien de la nación caribeña. Esta asistirá a la cita por libre autodeterminación, y por el reclamo de los países del área, ante los cuales el gobierno estadounidense ha venido quedándose cada vez más aislado, como han reconocido sus más altos voceros, desde el secretario de Estado hasta el presidente. La presencia de Cuba en la Cumbre no será fruto de una política estimulada por los Estados Unidos, sino de un replanteamiento geopolítico, revolucionario, que ha puesto a la región en un camino que no alcanzaron a ver los más claros promotores de la integración en el siglo XIX, dígase Simón Bolívar y José Martí, ni sus continuadores en el XX. CELAC, ALBA, UNASUR, CARICOM y otras evidencias contundentes hablan de esa realidad.
Tampoco idealicemos las posibilidades revolucionarias de nuestra época, minada por una ofensiva ideológica derechista que ha logrado vender como cosa natural las más sórdidas maniobras, por las cuales el pensamiento capitalista pasa como ausencia de ideología, en virtud de concepciones por las que el propio Bolívar y Martí serían hoy considerados terroristas, clasificación que el imperio le ha endilgado de manera criminal a Cuba. Mientras tanto, las agresiones desatadas por los imperialistas y sus aliados, aunque sean guerras y operaciones genocidas, pueden pasar como garantes de la democracia y los derechos humanos, con niñas y niños destripados por bombas “humanitarias”, porque hasta el sentido de este vocablo se ha adulterado en función de tales planes.
Esa es la época en la cual se plantea el inicio de la normalización de las relaciones diplomáticas entre dos países con sistemas políticos y concepciones sociales y culturales diferentes, y, por tanto, con apellidos también distintos. A nadie en su sano juicio debe parecerle mal que esa normalización se ponga en marcha; pero tampoco se debe ignorar la diferencia de intenciones con que se puede promover, o se promueve, desde ambos lados de una contradicción esencial, que no cesará de la noche a la mañana, y que, vista a la luz de la historia, solo podría desparecer por completo si uno de los dos países renunciara al camino que ha seguido hasta hoy. El gobierno de los Estados Unidos no da ningún indicio de querer abandonar el suyo, y tampoco lo da, ni ha de darlo, la Cuba donde una Revolución verdadera vino a defender los ideales de Martí, y a proponerse hacerlos realidad.
Claro que la eliminación del bloqueo puede representar para Cuba un ambiente más propicio para sus planes de lograr un creciente bienestar para el pueblo. Pero son muchas las contradicciones internas en los Estados Unidos, muchos allí los rejuegos y las pugnas en torno al poder, y aún está por verse si el bloqueo se levantará, y, de levantarse, no será para favorecer que Cuba se desarrolle y mantenga su rumbo justiciero. No será para eso que lo deroguen quienes hasta ahora lo han impuesto burlándose de un categórico clamor internacional, que incluye sucesivas y contundentes votaciones contra él en la Asamblea General de la ONU.
El bloqueo también ha aislado a los Estados Unidos, que se ganan la ojeriza incluso de socios que ven cómo sus instituciones bancarias y navieras son multadas, en nombre de leyes inmorales que se imponen sin detenerse ante una extraterritorialidad asimismo inmoral, e ilegal, contraria a los códigos internacionales. Tampoco parece la nación norteña dispuesta a resignarse ante la combinación que apunta a darse entre los replanteos geopolíticos ya aludidos que vienen dándose en nuestra América, y la expansión internacional de los mercados ruso y chino, sobre todo de este último, que tanto se ha colado incluso en el seno de los Estados Unidos.
Debe darse la bienvenida a todo lo que favorezca el normal funcionamiento de las naciones, y el bienestar de los pueblos. Pero no cabe suponer que ese sea el propósito con que, al parecer, empieza a abrirse paso en los Estados Unidos el sentido práctico y de conveniencia, para el propio imperio, que otros voceros suyos han defendido, y que ciertamente pudiera dar mejores resultados concretos para la aspiración de no perder caminos por donde seguir ejerciendo su influencia. A Cuba, a cubanas y cubanos patriotas, no ha de tomarlos por sorpresa ninguna maniobra. Las mismas que el imperio puede verse llevado a poner en práctica, como retomar las relaciones diplomáticas y anunciar el posible cese del bloqueo, serían impensables sin la resistencia con que el pueblo cubano ha defendido su soberanía y su dignidad de 1959 para acá, en una senda iniciada mucho antes.
A la prensa, a la docencia, a los recursos todos de información y formación, en las nuevas circunstancias que parecen advenir les toca un papel aún más inteligente y calador que en tiempos en los cuales todo se haya planteado más en blanco y negro, por el efecto directo de la confrontación sin ambages. Esperemos que a nadie se le ocurra que debemos andar ocultando los apellidos, calificativos o epítetos que corresponda usar en cada caso. Ningún sentido de oportunidad —que puede confundirse con el oportunismo, cuando no con la idiotez— ha de llevarnos a suponer que podemos andar con rodeos cuando se trata de defender nuestra soberanía nacional y la justeza de nuestras ideas, o que es pertinente suplantar con tafetanes “diplomáticos” la claridad meridiana con que debemos defender, sin vacilaciones ni disimulos de ningún tipo, nuestra nación y nuestro proyecto.
Urge igualmente garantizar por nosotros mismos nuestra eficiencia económica, que no es ni ha de ser un fin en sí, sino requisito indispensable para asegurar la felicidad del pueblo. No vaya a ocurrir que la coincidencia, en el tiempo, del deseado logro de esa eficiencia —y de mecanismos y conceptos necesarios en cuanto a política salarial y de precios—, y el posible levantamiento del bloqueo, venga a sembrar en algunos la peregrina idea de que lo alcanzado se deberá a la generosidad del imperio. Mientras este lo sea, no habrá derecho a ingenuidades, como la de creer que ya la lucha ideológica es cosa del pasado.
Tranquiliza en tal sentido, y no causa asombro, el discurso del general de ejército Raúl Castro Ruz en la clausura —con la cual coincidió en el tiempo la graduación escolar mencionada al inicio— de las recientes sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Pero no basta que la vanguardia del país esté clarísima en cuanto a qué está en juego y qué se decide. Es necesario que la claridad siga expandiéndose y profundizándose en la generalidad del pueblo, sin cuyo apoyo, decisivo, no hay obra revolucionaria que valga. Esa es tarea de toda la sociedad, que no es ni debe suponerse homogénea.
Tomado de Cubadebate
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