Por Marlene Caboverde Caballero*
I
Quiero ir con aquel a quien amo.
No quiero calcular lo que cuesta.
Bertolth Brech
La mujer de ojos azules estaba nerviosa. Miraba fijamente el cristalito alto en aquella puerta que no acababa de abrirse. Hacía frío. Había viajado por varios días para llegar hasta la penitenciaría de Oxford, en los Estados Unidos, pero por fin estaba allí.
De pronto, la puerta se abrió. Se abrazaron. Habían transcurrido casi cuatro años desde la última vez que se vieron en Cuba.
Este es solo un pasaje de una historia de amor entre un hombre y una mujer.
Ella es Rosa Aurora Freijanes Coca, él, Fernando González Llort. Llevan separados casi quince años porque Fernando está preso. Es culpable de los delitos de amar a su patria y combatir el terrorismo. Pero Fernando no está triste, tiene el cariño de su mujer, de su Rosa Aurora. Son dos y a la vez son muchos, porque son nuestros.
Su historia de amor comenzó en mil 990 cuando Rosa Aurora Freijanes estudiaba la carrera de Técnico Medio en Colaboración Económica. Martha, la hermana de Fernando era su amiga y le presentó a Fernando, que era Licenciado en Relaciones Económicas Internacionales y enseguida se ofreció para ayudarla con esas materias.
Así fue como se acercaron y al poco tiempo estaban viviendo juntos una hermosa historia de amor.
Poco tiempo después llegó la separación, inexplicable para ella. Fernando marchaba a los Estados Unidos para monitorear las actividades de organizaciones terroristas que habían causado daños humanos y materiales en Cuba en los primeros años de la década de los noventa.
En mil 998 Fernando es detenido en la Florida y condenado a 18 años de prisión. Como él y Rosa Aurora no estaban casados legalmente tardaron en reencontrase casi cuatro años. Para ese entonces, ella pasaba de los 40 años de edad y la posibilidad de tener hijos se perdió.
“Con el transcurso de estos años que hemos pasado en cárceles norteamericanas la realidad nos obliga a asimilar circunstancias y aceptarlas como parte del necesario sacrificio. Guiados por nuestra absoluta convicción de que nos acompaña la verdad, aceptamos la realidad y vivimos con ella. Una de las más doloras realidades es la de los hijos por tener… Será el amor el que sustituya la risa infantil en nuestra casa. Seguramente mi caso no será único. Sin embargo, lo que le confiere singularidad a nuestro dolor es que la realidad a la que nos obligan a adaptarnos las provoca una injusticia colosal”.
Fernando debe salir en libertad el 27 de febrero de 2014. Tenía solo 35 años cuando fue arrestado y ya tiene 49. Pero Fernando jamás se sentido aprisionado, ni triste ni solo. Se le debe a mucha gente, pero en especial a Rosa Aurora.
Y es que, ellos dejaron de ser solo dos para ser millones. Su historia de amor se agiganta y agrieta los muros, carcome los barrotes, ahuyenta la soledad, porque aunque su tema de amor, como dice Silvio, tiene quebranto, sana el dolor y a ellos les ha costado tanto, que ya es un sueño y una canción.
De pronto, la puerta se abrió. Se abrazaron. Habían transcurrido casi cuatro años desde la última vez que se vieron en Cuba.
Este es solo un pasaje de una historia de amor entre un hombre y una mujer.
Ella es Rosa Aurora Freijanes Coca, él, Fernando González Llort. Llevan separados casi quince años porque Fernando está preso. Es culpable de los delitos de amar a su patria y combatir el terrorismo. Pero Fernando no está triste, tiene el cariño de su mujer, de su Rosa Aurora. Son dos y a la vez son muchos, porque son nuestros.
Su historia de amor comenzó en mil 990 cuando Rosa Aurora Freijanes estudiaba la carrera de Técnico Medio en Colaboración Económica. Martha, la hermana de Fernando era su amiga y le presentó a Fernando, que era Licenciado en Relaciones Económicas Internacionales y enseguida se ofreció para ayudarla con esas materias.
Así fue como se acercaron y al poco tiempo estaban viviendo juntos una hermosa historia de amor.
Poco tiempo después llegó la separación, inexplicable para ella. Fernando marchaba a los Estados Unidos para monitorear las actividades de organizaciones terroristas que habían causado daños humanos y materiales en Cuba en los primeros años de la década de los noventa.
En mil 998 Fernando es detenido en la Florida y condenado a 18 años de prisión. Como él y Rosa Aurora no estaban casados legalmente tardaron en reencontrase casi cuatro años. Para ese entonces, ella pasaba de los 40 años de edad y la posibilidad de tener hijos se perdió.
“Con el transcurso de estos años que hemos pasado en cárceles norteamericanas la realidad nos obliga a asimilar circunstancias y aceptarlas como parte del necesario sacrificio. Guiados por nuestra absoluta convicción de que nos acompaña la verdad, aceptamos la realidad y vivimos con ella. Una de las más doloras realidades es la de los hijos por tener… Será el amor el que sustituya la risa infantil en nuestra casa. Seguramente mi caso no será único. Sin embargo, lo que le confiere singularidad a nuestro dolor es que la realidad a la que nos obligan a adaptarnos las provoca una injusticia colosal”.
Fernando debe salir en libertad el 27 de febrero de 2014. Tenía solo 35 años cuando fue arrestado y ya tiene 49. Pero Fernando jamás se sentido aprisionado, ni triste ni solo. Se le debe a mucha gente, pero en especial a Rosa Aurora.
Y es que, ellos dejaron de ser solo dos para ser millones. Su historia de amor se agiganta y agrieta los muros, carcome los barrotes, ahuyenta la soledad, porque aunque su tema de amor, como dice Silvio, tiene quebranto, sana el dolor y a ellos les ha costado tanto, que ya es un sueño y una canción.
II
“…..solía preguntarme/ cómo serías en tu espera/
si abrirías por ejemplo los brazos/para abrazar mi ausencia…..”
Él sabía la hora exacta en que la mujer pasaría. Casi no podía distinguirla desde el duodécimo piso donde estaba. Pero siempre se asomaba con el ánimo, no solo de volverla a ver, sino para disfrutar de los ojos, la risa y los gestos de la niñita que la acompañaba. Desde arriba, los otros prisioneros solo veían un puntito negro en los brazos de la mujer, de su mujer.
Ella era Olga Salanueva Arango y el preso que la observaba desde aquella altura en el centro de detenciones de Miami era su esposo René González Shewerert. Corría el año 1998. Acusado de espía, él permanecía entonces en el “hueco”, donde entonaba El necio de Silvio, mientras soñaba con los besos de su mujer, y las risas de sus hijas.
Olga y René se conocieron entre la arena y el mar en 1982, quizás por ese motivo su amor es tan profundo, inmenso. Pienso que esa grandiosidad del océano tiene mucho que ver con la paciencia y el optimismo de esa pareja que por más de doce años debió conformarse con la voz del otro lado de la línea, con un amor de papel, pero a prueba de distancias, injusticias y maldades.
“….después de haber pasado ambos tantas pruebas durante estos años sin dejarnos aplastar, seremos capaces también de sobreponernos a esto, de todos modos siempre hay una compensación por cada sueño no realizado, y en este caso será cuando pueda hablar directamente contigo por teléfono y oír tu voz llenándome de alegría y aliento… no te niegues un momento de alegría, una sonrisa, un juego con las niñas… Si algún día la sombra de mi situación se interpusiera para privarte de alguno de esos momentos, ¡espántala! Pues no será mi figura la que está proyectando esa sombra…”.
Primero fueron los meses interminables en el Hueco, luego la prisión de Olga, y su deportación, después el juicio y la condena de quince años de privación de libertad para René, y más tarde una separación terrible que duró más de una década, hasta su reencuentro en Cuba el pasado año, cuando Roberto, el hermano de René, agonizaba.
Creo que tantas tribulaciones embellecieron a Olga y agigantaron a René. Ella está más hermosa, él, más alegre y optimista aunque padece en la Florida una condena adicional de libertad supervisada que terminará el 7 de octubre de 2014. Son abuelos de un bebé hermoso que se llama Ignacio René. Irmita, la hija mayor, es Psicóloga, Ivett, la menor, es una excelente estudiante y llegará lejos. Estoy segura.
Quienes condenaron a René González Shewerert y pretendieron aislarlo se equivocaron. Lograron el efecto contrario. El rostro de René se diseminó por el mundo, la voz de Alguita se escuchó en decenas de países, su historia de amor se repitió en mil idiomas diferentes, porque el lazo que un día los unió se parece al mar, enorme, insondable, eterno.
III
Madre, ya no estés triste, la primavera volverá,
madre, con la palabra libertad.
Silvio Rodríguez
Una mujer en silla de ruedas salía del edificio. En su mirada brillaba una lágrima, que ahogaba a otras muchas. En la memoria, la figura del hijo andando por la sala, lentamente, por el frío de las cadenas en los pies. La ropa gris flotaba en su cuerpo más delgado. Su cabeza alta, sus ojos anegados de versos y colores. Ni un saludo. Allí lo prohíben. Entonces, bastó cruzar una mirada y el mundo se convirtió en un abrazo.
Esa escena transcurrió el martes 13 de octubre de 2009 en la Corte Federal de Miami. La mujer era Mirta Rodríguez Pérez y el hombre encadenado, Antonio Guerrero Rodríguez, su hijo.
A la salida del colosal edificio ella volvió a mirar el Centro Federal de Detención y quiso adivinar cuál de aquellas ventanas minúsculas se confabuló con el hijo para darle luz a sus primeros poemas.
Tony estaba por cumplir los 50 años de edad y los jueces corregían el error de la cadena perpetua con un remiendo tan espantoso como 21 años y 10 meses de privación de libertad. No obstante el soldado poeta parecía vivir otro día feliz, y tengo la certeza de que su fuerza se debía, sobre todo, a la presencia de su madre.
Aquel día Mirta volvía al encuentro del hijo con sus 77 años a cuestas como si no pesaran. Una leve sombra en su rostro delataba el dolor de la nueva sentencia. Tony lo percibió y sintió deseos de abrazarla.
La nostalgia flotaba en el aire y los atrapó a los dos. Entonces, se dibujaron fugazmente en el aire los días de pastel y fiesta de cumpleaños, las visitas a la beca, los paseos de domingo, el arroz amarillo…
Pero el pesimismo tenía prohibida la entrada en sus vidas. Había una promesa mutua que cumplir: él regresaría y ella estaría para esperarlo.
"Regresaré y Regresaré y le diré a la vida/ he vuelto para ser tu confidente./ De norte a sur le entregaré a la gente/ la parte del amor en mí escondida./ Regresaré la alegría desmedida/ de quién sabe reír humildemente./ De este a oeste levantaré la frente/ con la bondad de siempre prometida./ Por donde pasó el viento, crudo y frente,/ iré a buscar las hojas del camino/ y agruparé sus sueños de tal suerte que no puedan volar en torbellino./ Cantaré mis canciones al destino/ y con mi voz haré temblar la muerte".
Antonio Guerrero Rodríguez regresará. Nadie lo duda. En este tiempo de encierro se las ingenió para volver como mariposa, ave, hormiga, ola. Tengo la certeza de que ese retorno permanente es posible gracias al cariño por su familia.
Hoy permanece en la prisión de Marianna, en los Estados Unidos donde continúa siendo el maestro artista que sobrevive entre el espanto y la ternura. Es un hombre querido por los reclusos y admirado por sus carceleros. No podía ser de otro modo, porque como bien dice Mirta: “¿Quién no ama a un poeta?”.
Allí aguardará el 18 de septiembre de 2017, que es la fecha fijada para su libertad a medias, porque, como René, también deberá padecer una sanción adicional de 5 años de libertad supervisada.
Mirta y Tony tomaron en estos años de encierro una dimensión extraordinaria. Ella sabe que es un premio haberlo parido, por eso pelea con el reloj para apurar el tiempo. Quiere estar para esperarlo y cumplirá su promesa, ese es también mi mayor deseo.
IV
Mi amor existe y nunca se peina/ ni ríe ni mira.
Es amor solamente. / Sólo amor.
Silvio Rodríguez
Una mujer junto a tres niñas de cinco, diez y catorce años espera. El aire se enrarece con las pisadas secas y el ruido de llaves y cadenas. Después, de llenar algunos formularios las cuatro son revisadas. La más pequeña, muy inquieta. Uno de los guardias la regaña. Se resiste a que le estampen ese cuñito transparente en la ropa. Ya es la hora, pero no pueden entrar todavía. El cuñito no se ve bien. Hay angustia en la cara de la mujer. Otra vez vuelven a marcar el vestido de la niña. Entonces, ella la consuela: “vamos a ver a tu papá, a tu papá”.
Ya en la sala de visitas el rostro de la mujer se ilumina. Un prisionero rubio, alto, de ojos rasgados se aproxima con una risa de oreja a oreja. La familia se reúne por primera vez después de casi cuatro años. Era un día de abril de 2002, en la prisión de Beaumont, Texas, en los Estados Unidos.
Los protagonistas de estas escenas son Elizabeth Palmeiro Casado y Ramón Labañino Salazar. Para sus carceleros él es un espía; para ella, es simplemente su amor, su esposo, su hombre, el padre de sus hijas; para Cuba, un héroe.
Aquel día Ramón hizo chistes, contó anécdotas graciosas de Ailín, Laurita y Lizbeth, evocó los días felices en Cuba, y en pocos minutos la sala semejó para las niñas un parque de diversiones. Elizabeth, atenta, solo añadía algún que otro detalle.
Hubo un instante mágico en que se miraron hasta el alma para sellar otro pacto con el amor: protegerían a sus hijas siempre, de todo y de todos.
Entre Elizabeth y Ramón pervive un amor de esos que no se marchitan ni se mueren. Jamás él la vio embarazada, tampoco estuvo durante el nacimiento de las niñas, llevaban más de dos años sin verse cuando a él lo detuvieron y hasta hoy él cuenta más de catorce años en prisión.
Durante todo este tiempo solo el amor los ha librado de las maldades y los rencores ajenos, del olvido, la soledad, la desesperanza.
“No hay fórmula para esperar”, admite ella cuando habla de Ramón. “Es su voz la que hace andar el mundo”, repite él en cada verso, en cada conversación.
“Acabo de oír tu voz/ Y ya el mundo es diferente/ Vuelven los pájaros a volar/ Y las nubes a ser más tenues,/ El brillo del sol se sube/ Entre/ las montañas verdes/ Como el pico de la ternura/ Entre rubíes y suertes…/ Todo tiene su rumbo/ Que marcha felizmente/ Vuelve el/ mundo a andar/ Porque yo soy un hombre de suerte/ Acabo de oír tu voz/ Y ya el mundo es diferente//”.
Cuentan que Ramón ríe desde las paredes de su casa en el Vedado, donde asoma feliz en decenas de fotografías. Dicen que Lizbeth, la hija más pequeña prometió que no iba a dejarlo salir más cuando regresara y Laura y Ailín confían en la fiesta de arroz congrís y puerco asado prometida por él en cada encuentro.
Por su parte, Elizabeth convirtió la distancia en semillas y raíces. Aprendió el secreto de esperar y por eso tiene la certeza de que el 30 de octubre del 2024, fecha fijada para su libertad, está llegando. Los dos resisten con las manos tendidas, yo también se las aprieto fuerte, muy fuerte y les regalo hoy otra esperanza en versos.
Lento pero viene
El futuro se acerca
Despacio pero viene
Ya se va acercando
Nunca tiene prisa
Viene con proyectos
Y bolsas de semillas
Con ángeles maltrechos
Y fieles golondrinas
V
Hay ausencias/ que te hablan de un mañana
/ que se tornan de todos los colores/
que te ponen el mundo en la ventana/
y de esperanza llenas los balcones.
Liuba María Hevia
Era una mañana de julio de 2002. La mujer comienza a descender por la escalerilla del avión. Está nerviosa. Tres años sin verlo. Cuánto tiempo, piensa. Una vez en el aeropuerto de Houston, en los Estados Unidos, revisan sus documentos. La miran una y otra vez, hablan en voz baja. Alguien más llega. Debe esperar. La interrogan, la fotografían, manchan sus dedos de tinta. Se angustia y un desespero terrible minan su voluntad. Once horas después le dicen que no es bienvenida, que debe regresar a Cuba. En la prisión de Lompoc un hombre se queda esperándola.
Así transcurrió la estancia de Adriana Pérez O’connor la única vez que viajó a los Estados Unidos para visitar a su esposo, Gerardo Hernández Nordelo.
Aquel día ella hizo el viaje de regreso como si fuera una pesadilla interminable. Una vez en casa la incertidumbre pasó, volvió a sentir la presencia de él en la sala, en la cocina, en el jardín. Llenó la cama con sus cartas y postales y miró el sillón donde tantas veces la acunó como si fuera una niña.
Ni Adriana ni Gerardo sospecharon entonces que la espera se alargaría indefinidamente. Quienes le impiden hasta hoy reencontrarse, tampoco adivinaron que hay lazos que no se rompen como las normas, las convenciones, las leyes, o los mandamientos.
Pasan los años y jamás es invierno en la vida de esta pareja. Adriana, más hermosa, con una esperanza a prueba de odios y bombas, con el sueño intacto de los hijos que están por nacer.
“Queridos hijos: Cuando lean estas líneas habrán pasado algunos años desde que fueron escritas. Ojalá no sean muchos. En esta fecha ustedes no han nacido, y hasta su mamá tiene dudas de si algún día nacerán. Todo se debe a que estoy viviendo momentos difíciles de mi vida, lejos de mi país y de mi familia, de los que sin embargo, estoy muy orgulloso y espero que algún día ustedes también lo estén…”
A Gerardo le queda estrecha la celda para tantos amigos, para tantos sueños, para tanto amor.
Cuba, le llaman a él en Victorville, esa prisión en medio de un desierto que colma a diario de mariposas, pepinos, cigüeñas, ejemplos. Mientras, los carceleros se asombran por la alegría inusitada de un hombre condenado a dos cadenas perpetuas más quince años de privación de libertad.
La nostalgia existe, es cierto, pero también el teléfono, el correo, los amigos, la risa, la música, la esperanza. Gerardo y Adriana saben que el miedo es inútil y la mentira también, que los besos no se pudren ni los abrazos, ni los deseos.
Ella dice que sonríe siempre porque esa la mejor forma de esperarlo y a él tampoco se le marchita la alegría, porque sabe de un jurado de millones que un día le regalará la libertad.
*Periodista cubana, trabaja en la emisora Radio Jaruco, y una de las fundadoras del Comité “Alas de Libertad” de esa emisora por la Libertad de los 5
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